El otro día experimenté un hecho estético. Estaba en mi estudio, agobiado por el trabajo, y decidí salir a tomar aire al balcón (el departamento está en un noveno piso). Me asomé a la baranda y de pronto, frente a mí, suspendida en el aire, vi una burbuja. Era una pompa grande, del tamaño de una pelota de ping pong, esférica, translúcida, que flotaba inmóvil sin que yo pudiera sospechar las circunstancias que la habían trasladado a ese lugar. En la experiencia estética hay magia, suspensión momentánea de la credulidad, abolición de toda causa, eternidad del instante. Entonces parpadeé, la burbuja explotó, bajé la vista y vi decenas de burbujas llevadas por el viento de acá para allá y los gritos y las risas de dos nenas que jugaban en el patio trasero de una casa con un cilindro, agua y detergente.
La burbuja reúne la forma geométrica más perfecta –aquella esfera en la que Alain de Lille, según Borges, creyó encontrar a dios y Pascal a la naturaleza– con la más fugaz de las existencias. Tal vez en la irresistible tentación de crear burbujas se encuentre oculto el secreto anhelo de encerrar un grito, una risa, el aire que se nos fuga y echarlo a la deriva como botella al mar. Cuando la economía de un país entra en una etapa de fantasía se dice que habita una “burbuja” (especulativa, inmobiliaria, inflacionaria, etcétera). Eso significa que el sistema financiero ya no representa las relaciones de producción; hay un desprendimiento de la realidad, como dos vagones de tren que se desenganchan, pero en este caso uno se hincha, se redondea y levanta vuelo, mientras el otro corre cuesta abajo sin control. Cuando una economía entra en estado de burbuja hay fiesta, hay risas, hay excitación, el tiempo se acelera y las experiencias se intensifican potenciadas por la inminencia de la catástrofe. Cuando muchas, muchísimas burbujas se juntan, se comprimen y se aglutinan forman la espuma. Sobre burbujas, fantasía, arte, economía y espuma nos habla Et que ça mousse!
La obra de Séverine Hubard contiene todo lo que puede pedírsele al arte contemporáneo: pintura, instalación, performance, provocación, azar y delito (aunque éstos últimos se anulan mutuamente). Como ya sabemos, el proyecto se origina en el encuentro casual de nuestra artista con numerosas bolsas de dinero en un container de basura; ¿hay acaso un sueño más recurrente en la civilización moderna que encontrarse una bolsa llena de dinero en un basural? Milagroso oxímoron, el hallazgo del contenido más valioso en el continente más vulgar guardaba, como en las fábulas, una frustrante paradoja: el dinero había sido reducido a pequeños trozos del tamaño de una moneda de diez centavos; era una fortuna… en papel picado. Pero el arte, como un reverso de la especulación, conlleva la sabiduría alquímica para trasmutar los valores: la resignificación de los materiales puede acarrear también su revalorización, por gracia y merced de la piedra filosofal de la firma de autor; ¿cuánto vale la lata oxidada de lubricante Shell con la que Berni “pinta” el paisaje de Juanito Laguna?
Pero acá las cosas se complican, porque el “desecho” es dinero, que había sido explícitamente destruido para que perdiera su valor (el hallazgo fue en la puerta de una empresa que se dedica a sacar billetes de circulación). Como explica Marx en El Capital, el dinero promueve la ilusión de que hay una equivalencia natural entre todas las cosas (el consabido “valor de cambio”) cuando en realidad lo único que tienen en común es la cantidad de trabajo humano (o “fuerza de trabajo”) necesario para producirlas. De ese modo llegamos al famoso “fetichismo de la mercancía”: las cosas se relacionan entre sí como personas y los hombres, como cosas. De ahí que no extraña (al contrario, es absolutamente coherente) la ausencia de figuras humanas en las obras de la serie Picada, que forman parte de la muestra: un catálogo variopinto de objetos sin más relación entre sí que el dinero que flota, crece y se derrama en los cuadros en forma de pequeños círculos, como burbujas, como espuma.
“El dinero es uno de aquellos poderes cuya peculiaridad reside en la ausencia de peculiaridad y que, sin embargo, pueden colorear la vida con matices muy diversos”, escribió Georg Simmel en su Filosofía del dinero hace más de cien años. En un proceso inverso, Séverine colorea sus cuadros con dinero, y así se nos hace visible por primera vez su materialidad: descubrimos asombrados los colores, las texturas, las filigranas del papel que pasamos por alto en nuestra cotidiana manipulación de la moneda y que, como también señala Simmel, es el único objeto que no tenemos reparo en recibir o entregar a un extraño. Gran agente objetivador, el dinero cosifica nuestra relación con las personas y nos aparta de las cosas, del carácter sagrado que alguna vez poseyeron, cuando las palabras que denominaban la producción de objetos y la creación artística tenían el mismo nombre (poiesis). De ahí el conmovedor gesto de la obra de Hubard: sacar al dinero de su lugar de fin y ponerlo como medio a través del cual podamos reconciliarnos con las cosas –y las personas– que nos rodean. “La actitud puramente racional frente a los seres humanos y las cosas tiene siempre algo de cruel”, advierte Simmel, y ante este vaciamiento de sentido el sociólogo alemán sólo encuentra un refugio, una única oposición extrema a este avance: “De todas las obras de los hombres, la obra de arte constituye la unidad más cerrada, la totalidad más autónoma”.
Pero yendo de lo universal a lo particular, tenemos que señalar que la obra de Séverine Hubard se monta en Argentina, uno de los países más obsesionados con el dinero, donde su valor, su circulación, su emisión, su disponibilidad son temas de agenda cotidiana; al punto que una historia del dólar en Argentina nos diría tanto (o más) sobre nuestro país como una historia del fútbol, o de los partidos políticos, y sin duda tendría que estar escrita al menos a cuatro manos por un economista y un psicoanalista. La compulsión de los argentinos por el dinero nos lleva a un metainterés: a que no nos preocupe ya cuánto dinero valen las cosas sino cuánto dinero vale el dinero. Desde hace décadas los humores, emociones, proyectos y ambiciones de los argentinos bailan al ritmo de la cotización del peso. De ahí que sea imposible no vincular la cabina british de Telecom con el sueño cumplido que la década de la menemista “estabilidad” nos deparó: Argentina al fin quedaba en Europa; ni el helicóptero con la crisis política que señaló el despertar pesadillezco de ese sueño, mientras los pesos iban cobrando la altura de las burbujas, insuflados por la devaluación.
Cuando se desata una “burbuja inflacionaria”, el valor de las cosas se torna difuso y, en tanto nos relacionamos con los objetos por su valor –a través del dinero– ese carácter se traslada a las cosas mismas. Ya no sabemos si por algo estamos pagando poco o mucho y si el proceso se acelera, la economía entra en una fase de psicodelia (y si se acelera un poco más, de psicosis). Mi recuerdo infantil de la hiperinflación de 1989 es el de mi madre contándome la cotización del dólar mientras me servía el almuerzo al volver de la escuela. Dicen que en la hiperinflación que derrocó a la República de Weimar la gente cobraba su sueldo en carretilla (sí, Séverine pintó una). La burbuja inflacionaria es una máquina de redistribución injusta de la riqueza, que opera concentrando más dinero (dinero, dinero) en menos manos. También, dicen algunos por lo bajo, un látigo disciplinador del poder financiero: pocos ricos más ricos y muchos más pobres más pobres.
La figura que ilustre el descalabro del dinero fuera de control sólo puede ser otro oxímoron: un jacuzzi de pobre, en el que podamos sumergirnos y reflexionar juntos y semidesnudos sobre las contradicciones del capitalismo con una copa de champagne en la mano.
Y que sea espuma.